sábado, 20 de octubre de 2012

Hermandad.


No hace más de un par de semanas que terminé de leer a Kundera; un tío pesimista desde la perspectiva idiota del planeta. Intenté convencerme de que nada de lo que Kundera refutaba se hacía presente en el trayecto epiléptico de mi destino; evidentemente todo lo que el neneque dice es cierto, más a la falta de  visión postmodernista subjetiva, quedé cegada por la imbecibilidad que muchos irradian en Querétaro.

Estaba yo enferma y aplastada en la butaca del salón de clases. El maestro Benjamín; bajito, calvo, y sumamente respetable, solicito mi culo para entregarme calificaciones. Como lo imaginaba desde un inicio, mi número etiquetador portaba un abanico entero de áreas de oportunidad. No rebasaba ni el cinco;  y eso,  que había cumplido con cada una de las tareas que el señor había ordenado.

  Al no tener base alguna para desmitificar la payasada de nota,  opté por asentir a todo lo que él infería. Segundos después,  Benjamín;  el maestro,  agudizó la voz y refutó que le gustaban mis aportaciones a la clase, así que terminé con un ocho en la jeta.  De cuclillas firmé la calificación y desaparecí moviendo el culo menos de lo usual.

Los mocos que daba a luz esta nueva enfermedad, eran viscosos y de un verde opaco; me daba placer deshacerme de ellos con los dedos, así que tiempo después, salimos de esa clase deprimente para los brillantes o cuadrada para los idiotas y caminamos hacia el área de fumar; o como muchos vomitivamente le llaman : “ La Chimenea”.

Once treinta y la tos de puerca se hizo presente, Alejandro Servín, se burló de mis suculentas flemas. Yo, me las tragué.

El programa radiofónico de mi adorado compañero sexual, comenzaba a las doce, así que corrí al baño, por unas donas a la cafetería y subí con él a la cabina.
Me gusta mucho escucharlos, el setlist de música siempre es coherente con la hora del día, los datos que connotan la línea del programa son interesantísimos y la voz de Jorge, otro de los locutores, es verdaderamente encantadora, pero lo “importante” no es quién tiene o no, un programa de radio que valga la pena en la escuela, sino por qué comencé a hablarles de Milan Kundera y su levedad del ser en este relato.

Era ya la una de la tarde y no había rastros de la hermandad González Lizarraga, la preciosura de culo que tengo de novio, es adicto a la tecnología y si no hubiera sido por él, no habría podido localizar a la Neanderthal de Paulina. Logramos hablar con ella después de haberle escrito un mensaje gratuito desde internet, y la cerda de teta grande mintió alegando que sólo estaba en el oxxo. Me senté a esperarla enojada y culpando a Diego.

Diez minutos,  y no era posible que galopar sobre una distancia de menos de quince metros le tomara tanto tiempo, así que insistí con otra misiva petulante. Caminé enojada a la salida y a menos de dos metros la divisé ahí sentada en el carro que alguna vez decidí sabotear. Su asquerosa y pretenciosa risa me causó indigestión, le pregunté gritando que dónde putas estaba y burlándose maliciosamente contestó que en la Cueva; un lugar de mal agüero que solemos frecuentar los alumnos de la Universidad.

Su amiga introdujo las nalgas en la parte trasera del carro y empezamos nuestro camino; debo agregar que a partir de ese momento presentí que las cosas acabarían mal, pues la planificación de un día atareado es básica para el éxito rutinario.

Arrancó con su larguirucho pie y condujo hasta la gasolinera más lejana de la casa destino, a esto, no dije nada, pues para el éxito del día necesitaba que el coche estuviera bien alimentado. Después de colocarle el suero al auto, me pidió un par de monedas para el despachador. Un señor con uniforme caqui.  Se las di y seguimos nuestro camino.

Minutos después me percaté de que el camino no era aquel que nos enterraría en la calidez de la casa de la abuela, sino un camino opuesto que nos alejaba más y más de un ostentoso manjar culinario. Me quedé callada, tragándome el coraje que rendiría frutos a su debido tiempo, el trayecto,  duró unos treinta minutos aproximados, lo que en tiempo perdido sumaría una hora. Le hice notar pacíficamente mis sentimientos, a lo que contestó: - Sí llegas - con tono despectivo.

(Para los idiotas que no entenderán mi reacción: su comentario provocó que en el termómetro caricaturesco de coraje  llegara a la partitura colorada).

Aún así, reservé mis comentarios, no dejaría que una mente inferior entorpeciera mi día.

Llegamos a casa de su amiga y con lo encabronada que ya estaba, me rehusé a bajarme para dejarla salir del escupitajo de coche que tenemos. Se bajó, se despidieron, juntarnos sus regordetas mejillas y se largó.

Con una hora de retraso, llegamos a engullir los restos de la comida que habían devorado las aves mayores: tacos fritos de puré, chilaquiles, arroz y pierna de cerdo, comí lo más rápido que pude.  Y como si fuésemos uno mismo, el intestino grueso, me llevo a depositar el tierno culo sobre la fría taza de baño.

Cagué los tacos y la pierna.

Salí gloriosa del baño y emprendimos nuestro camino a casa, fue ahí cuando comenzó su absurda pesadez del ser. Ella suele manejar como un auténtico potro salvaje, algo que debo halagar, pues yo le temo al volante; esta vez desgraciadamente no fue el caso, en esta ocasión iba sarcásticamente a una velocidad equivalente a un barro en la cara. Le grité una vez que se dejará de estupideces y que fuera más rápido; a lo que contestó: “ si me dices que vaya más rápido, iré más lento”.  Le advertí que si seguía tan petulante como ahora, habría repercusiones y tendría que acudir al único de la familia que tiene “poder” sobre ella: mi barbudo progenitor.

Se paró abruptamente y amenazó con dejar de manejar, lo que consiguió que asesinara mi miedo a conducir. Cogí el teléfono y marqué el número de mi padre, confesé su ausencia en la Universidad: consecuencia de una cruda, el despilfarro de gasolina/tiempo al llevar a su amiga entre otras cosas. Instintivamente la mitad de mi ADN solicitó hablar con ella, se negó.
Llegamos a la casa con ahora una hora y quince minutos de retraso limpié las heces de mi mascota; un cerdo color negro, entre a la regadera para encontrar de nuevo mi piel encostrada por la mugre y salí de ahí hacia el trabajo al cuál llegué tarde y con un estruendoso “puta madre”, maldije la hermandad. 

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