No hace más de un par de semanas que terminé de
leer a Kundera; un tío pesimista desde la perspectiva idiota del planeta.
Intenté convencerme de que nada de lo que Kundera refutaba se hacía presente en
el trayecto epiléptico de mi destino; evidentemente todo lo que el neneque dice
es cierto, más a la falta de visión
postmodernista subjetiva, quedé cegada por la imbecibilidad que muchos irradian
en Querétaro.
Estaba yo enferma y aplastada en la butaca del
salón de clases. El maestro Benjamín; bajito, calvo, y sumamente respetable,
solicito mi culo para entregarme calificaciones. Como lo imaginaba desde un
inicio, mi número etiquetador portaba un abanico entero de áreas de oportunidad.
No rebasaba ni el cinco; y eso, que había cumplido con cada una de las tareas
que el señor había ordenado.
Al no
tener base alguna para desmitificar la payasada de nota, opté por asentir a todo lo que él infería.
Segundos después, Benjamín; el maestro,
agudizó la voz y refutó que le gustaban mis aportaciones a la clase, así
que terminé con un ocho en la jeta. De
cuclillas firmé la calificación y desaparecí moviendo el culo menos de lo
usual.
Los mocos que daba a luz esta nueva enfermedad,
eran viscosos y de un verde opaco; me daba placer deshacerme de ellos con los
dedos, así que tiempo después, salimos de esa clase deprimente para los
brillantes o cuadrada para los idiotas y caminamos hacia el área de fumar; o
como muchos vomitivamente le llaman : “ La Chimenea”.
Once treinta y la tos de puerca se hizo presente,
Alejandro Servín, se burló de mis suculentas flemas. Yo, me las tragué.
El programa radiofónico de mi adorado compañero
sexual, comenzaba a las doce, así que corrí al baño, por unas donas a la
cafetería y subí con él a la cabina.
Me gusta mucho escucharlos, el setlist de música
siempre es coherente con la hora del día, los datos que connotan la línea del
programa son interesantísimos y la voz de Jorge, otro de los locutores, es
verdaderamente encantadora, pero lo “importante” no es quién tiene o no, un
programa de radio que valga la pena en la escuela, sino por qué comencé a
hablarles de Milan Kundera y su levedad del ser en este relato.
Era ya la una de la tarde y no había rastros de la
hermandad González Lizarraga, la preciosura de culo que tengo de novio, es
adicto a la tecnología y si no hubiera sido por él, no habría podido localizar
a la Neanderthal de Paulina. Logramos hablar con ella después de haberle
escrito un mensaje gratuito desde internet, y la cerda de teta grande mintió
alegando que sólo estaba en el oxxo. Me senté a esperarla enojada y culpando a
Diego.
Diez minutos,
y no era posible que galopar sobre una distancia de menos de quince
metros le tomara tanto tiempo, así que insistí con otra misiva petulante.
Caminé enojada a la salida y a menos de dos metros la divisé ahí sentada en el
carro que alguna vez decidí sabotear. Su asquerosa y pretenciosa risa me causó
indigestión, le pregunté gritando que dónde putas estaba y burlándose maliciosamente
contestó que en la Cueva; un lugar de mal agüero que solemos frecuentar los
alumnos de la Universidad.
Su amiga introdujo las nalgas en la parte trasera
del carro y empezamos nuestro camino; debo agregar que a partir de ese momento
presentí que las cosas acabarían mal, pues la planificación de un día atareado
es básica para el éxito rutinario.
Arrancó con su larguirucho pie y condujo hasta la
gasolinera más lejana de la casa destino, a esto, no dije nada, pues para el
éxito del día necesitaba que el coche estuviera bien alimentado. Después de
colocarle el suero al auto, me pidió un par de monedas para el despachador. Un
señor con uniforme caqui. Se las di y
seguimos nuestro camino.
Minutos después me percaté de que el camino no era
aquel que nos enterraría en la calidez de la casa de la abuela, sino un camino
opuesto que nos alejaba más y más de un ostentoso manjar culinario. Me quedé
callada, tragándome el coraje que rendiría frutos a su debido tiempo, el
trayecto, duró unos treinta minutos
aproximados, lo que en tiempo perdido sumaría una hora. Le hice notar
pacíficamente mis sentimientos, a lo que contestó: - Sí llegas - con tono
despectivo.
(Para los idiotas que no entenderán mi reacción:
su comentario provocó que en el termómetro caricaturesco de coraje llegara a la partitura colorada).
Aún así, reservé mis comentarios, no dejaría que
una mente inferior entorpeciera mi día.
Llegamos a casa de su amiga y con lo encabronada
que ya estaba, me rehusé a bajarme para dejarla salir del escupitajo de coche
que tenemos. Se bajó, se despidieron, juntarnos sus regordetas mejillas y se
largó.
Con una hora de retraso, llegamos a engullir los
restos de la comida que habían devorado las aves mayores: tacos fritos de puré,
chilaquiles, arroz y pierna de cerdo, comí lo más rápido que pude. Y como si fuésemos uno mismo, el intestino
grueso, me llevo a depositar el tierno culo sobre la fría taza de baño.
Cagué los tacos y la pierna.
Salí gloriosa del baño y emprendimos nuestro
camino a casa, fue ahí cuando comenzó su absurda pesadez del ser. Ella suele
manejar como un auténtico potro salvaje, algo que debo halagar, pues yo le temo
al volante; esta vez desgraciadamente no fue el caso, en esta ocasión iba
sarcásticamente a una velocidad equivalente a un barro en la cara. Le grité una
vez que se dejará de estupideces y que fuera más rápido; a lo que contestó: “
si me dices que vaya más rápido, iré más lento”. Le advertí que si seguía tan petulante como
ahora, habría repercusiones y tendría que acudir al único de la familia que
tiene “poder” sobre ella: mi barbudo progenitor.
Se paró abruptamente y amenazó con dejar de
manejar, lo que consiguió que asesinara mi miedo a conducir. Cogí el teléfono y
marqué el número de mi padre, confesé su ausencia en la Universidad:
consecuencia de una cruda, el despilfarro de gasolina/tiempo al llevar a su
amiga entre otras cosas. Instintivamente la mitad de mi ADN solicitó hablar con
ella, se negó.
Llegamos a la casa con ahora una hora y quince
minutos de retraso limpié las heces de mi mascota; un cerdo color negro, entre
a la regadera para encontrar de nuevo mi piel encostrada por la mugre y salí de
ahí hacia el trabajo al cuál llegué tarde y con un estruendoso “puta madre”,
maldije la hermandad.
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